La declaración del «No»
El decir «No» es una de las declaraciones más importantes que un individuo puede hacer.
A través de ella asienta tanto su autonomía como su legitimidad como persona y, por lo tanto,
es la declaración en la que, en mayor grado, comprometemos nuestra dignidad. En cuanto
individuos, tenemos, podemos arrogarnos el derecho de no aceptar el estado de cosas que
enfrentamos y las demandas que otros puedan hacernos. Este es un derecho inalienable que
nadie puede arrebatarnos. En muchas ocasiones, sin embargo, el precio de decir que no es
alto y depende nuevamente de cada uno pagarlo o no. Pero, aunque el precio sea alto, como
individuos podemos seguir ejerciendo nuestro poder de decir que no. Muchos de nuestros
héroes, muchos de nuestros santos, son personas a las que admiramos porque estuvieron
dispuestos a pagar con sus vidas el ejercicio de este derecho.
Existen dos importantes instituciones sociales que descansan en el reconocimiento social
del derecho de los individuos a decir que no: la democracia y el mercado. Ambas descansa en
el derecho del individuo a escoger y todo derecho a escoger se sustenta, en último término,
en el derecho a decir que no. Obviamente no se trata de las únicas instituciones sociales en
las que este derecho se manifiesta, ni se trata tampoco de sostener que no podamos
reconocerles limitaciones. Pero analizar esto nos sacaría del tema que estamos tratando.
Más allá de héroes y santos, de la democracia y el mercado, queremos destacar la
importancia de la declaración «No» en la vida cotidiana de cada persona. Cada vez que
consideremos que debemos decir «No» y no lo digamos, veremos nuestra dignidad
comprometida. Cada vez que digamos «No» y ello sea pasado por alto, consideraremos que
no fuimos respetados. Esta es una declaración que define el respeto que nos tenemos a
nosotros mismos y que nos tendrán los demás. Es una declaración que juega un papel
decisivo en el dar forma a nuestras relaciones de pareja, de amistad, de trabajo, a la relación
con nuestros hijos, etcétera. De acuerdo a cómo ejercitemos el derecho a la declaración de
«No», definimos una u otra forma de ser en la vida. Es más, definimos también una u otra
forma de vida.
La declaración de «No» puede adquirir formas distintas. No siempre ella se manifiesta
diciendo «No». A veces, por ejemplo, la reconocemos cuando alguien dice «Basta!», con lo
cual declara la disposición a no aceptar lo que se ha aceptado hasta entonces. Ella se refiere,
por lo tanto, a un proceso en el que hemos participado y al que resolvemos ponerle término.
También reconocemos el «No» cuando alguien dice «Esto no es aceptable para mí» y, al
hacerlo, le fija al otro un límite con respecto a lo que estamos dispuestos a permitirle.
La declaración de aceptación: el «Sí»
El «Sí» pareciera no ser tan poderoso como el «No». Después de todo la vida es un
espacio abierto al «Sí». Es, como dirían los especialistas en computación, la declaración que
opera «por omisión» (by default). Mientras no decimos que «No», normalmente se asume que
estamos en el «Sí».
Sin embargo, hay un aspecto extremadamente importante con respecto al «Sí» que vale
la pena destacar. Se refiere al compromiso que asumimos cuando hemos dicho «Sí» o su
equivalente «Acepto». Cuando ello sucede ponemos en juego el valor y respeto de nuestra
palabra. Dado que sostenemos que somos seres lingüísticos, seres que vivimos en el
lenguaje, se comprenderá la importancia que atribuimos al valor que otorguemos a nuestros
«Sí». Pocas cosas afectan más seriamente la identidad de una persona que el decir «Sí» y el
no actuar coherentemente con tal declaración. Un área en la que esto es decisivo es el
terreno de las promesas. Sobre ello hablaremos más adelante.
La declaración de ignorancia
Pareciera que decir «No sé» fuese una declaración sin mayor trascendencia. Alguien
podría incluso argumentar que no se trata de una declaración, sino de una afirmación y, en
algunos casos, efectivamente puede ser considerada como tal (cuando, por ejemplo, la
comunidad —cualquiera que ella sea— establece consensual-mente criterios que definen con
claridad para sus miembros quién sabe y quién no sabe). Ello, sin embargo, no siempre
acontece y, es más, en muchas ocasiones tampoco es posible alcanzar ese consenso.
La experiencia nos muestra cuántas veces solemos operar presumiendo que sabemos,
para luego descubrir cuan ignorantes realmente éramos. Uno de los problemas cruciales del
aprendizaje es que muy frecuentemente no sabemos que no sabemos. Y cuando ello
sucede, simplemente cerramos la posibilidad del aprendizaje y abordamos un terreno pleno
de posibilidades de aprender cosas nuevas, como si fuera un terreno ya conocido. Cualquier
cosa nueva que se nos dice, queda por lo tanto atrapada en lo ya conocido o en la
descalificación prematura. Cuantas veces nos hemos visto exclamando: «¡Sobre esto yo sé!»
o «Esto es el viejo cuento de...» para luego, mucho más tarde, comprobar que escuchábamos
presumiendo que sobre aquello sabíamos, y descubrir que nos habíamos cerrado a una
posibilidad de aprendizaje. Y hay quienes podrán morir sin que logremos convencerlos de que
no saben.
Declarar «No sé» es el primer eslabón del proceso de aprendizaje. Implica acceder aquel
umbral en el que, al menos, sé que no sé y, por lo tanto, me abro al aprendizaje. Habiendo
hecho esa primera declaración, puedo ahora declarar «Aprenderé» y, en consecuencia, crear
un espacio en el que me será posible expandir mis posibilidades de acción en la vida. Nuestra
capacidad de abrirnos tempranamente al aprendizaje, a través de la declaración «No sé»,
representa una de las fuerzas motrices más poderosas en el proceso de transformación
personal y de creación de quienes somos.
La declaración de gratitud
Cuando niños nos enseñan a decir «Gracias» y a menudo miramos a esa enseñanza
como un hábito de buena educación una formalidad que facilita la convivencia con los demás.
No siempre reconocemos todo lo que contiene esa pequeña declaración. Por supuesto,
podemos decir «Gracias» sin que ello signifique demasiado, aunque, insistimos, decirlo no es
nunca insignificante. Pero podemos mirar la declaración de «Gracias» como una oportunidad
de celebración de todo lo que la vida nos ha proveído y de reconocimiento a los demás por lo
que hacen por nosotros y lo que significan en nuestras vidas.
En este contexto, no podemos dejar de reconocer el poder generativo de la acción que
ejecutamos al decir «Gracias». Cuando alguien cumple a plena satisfacción con aquello a que
se ha comprometido con nosotros y le decimos «Gracias», con ello no estamos sólo
registrando tal cumplimiento, estamos también construyendo nuestra relación con dicha
persona. No hacerlo puede socavar dicha relación. No importa el tipo de relación de que se
trate, sea ésta sentimental, de amistad o de trabajo, agradecer a quien cumple con nosotros o
a quien hace suya nuestras inquietudes y actúa en consecuencia, nos permite hacernos cargo
del otro y dirigirnos a su propia inquietud de ser reconocido en lo que hace y de recibir nuestro
aprecio por la atención de que fuimos beneficiados. Por no agradecer, podemos generar
resentimiento y quien se esmeró en servirnos, en estar cerca nuestro, termina diciendo «Y no
dijo ni gracias». Es muy posible que en el futuro no volvamos a contar, si puede evitarlo, con
su ayuda.
Pero no sólo las personas, la vida misma es motivo de gratitud y celebración por todo lo
que nos provee. Decirle «Gracias a la vida», como lo hace, por ejemplo, la bella canción de
Violeta Parra, es un acto fundamental de regeneración de sentido, de reconciliación con
nuestra existencia, pasado, presente y futuro. No nos puede extrañar, por lo tanto, que
algunas sociedades tengan como una de sus principales actividades la celebración de un día
de acción de gracias. Al declarar nuestra gratitud, no sólo asumimos una postura «frente» a
los otros y «frente» a la vida. Al hacerlo, participamos en la generación de nuestras relaciones
con ellos y en la de la propia construcción de nuestra vida.
La declaración del perdón
Bajo este acápite incluimos tres actos declarativos diferentes, todos ellos asociados al
fenómeno del perdón. Así como destacábamos previamente la importancia de la declaración
de gracias, debemos ahora examinar su reverso. Cuando no cumplimos con aquello a que
nos hemos comprometido o cuando nuestras acciones, sin que nos lo propusiéramos, hacen
daño a otros, nos cabe asumir responsabilidad por ello. La forma como normalmente lo
hacemos es diciendo «Perdón». Esta es una declaración.
En español, sin embargo, el acto declarativo del perdón solemos expresarlo
frecuentemente en forma de petición. Decimos «Te pido perdón» o «Te pido disculpas». Con
ello hacemos depender la declaración «Perdón» que hace quien asume responsabilidad por
aquellas acciones que lesionaron al otro, del acto declarativo que hace el lesionado al decir
«Te perdono». Ambos actos son extraordinariamente importantes y nos parece necesario no
subsumir el primero en el segundo.
Lo importante de mantenerlos separados es que nos permite reconocer la eficacia del
decir «Perdón» con independencia de la respuesta que se obtenga del otro. En otras
palabras, lo que estamos señalando es que la responsabilidad que nos cabe sobre nuestras
propias acciones no la podemos hacer depender de las acciones de otros. El perdón del otro
no nos exime de nuestra responsabilidad. El haber dicho «Perdón», aunque el otro no nos
perdonara, tiene de por sí una importancia mayor y el mundo que construimos es distinto
—independientemente del decir del otro— según lo hayamos o no declarado. Obviamente, en
muchas oportunidades el declarar «Perdón» puede ser insuficiente como forma de hacernos
responsables de las consecuencias de nuestras acciones. Muchas veces, además del
perdón, tenemos que asumir responsabilidad en reparar el daño hecho o en compensar al
otro. Pero ello no disminuye la importancia de la declaración del perdón.
El segundo acto declarativo asociado con el perdón es, como lo anticipáramos, «Te
perdono», «Los perdono» o simplemente «Perdono». Este acto es obviamente muy diferente
del decir «Perdón». A él vamos a referirnos también cuando abordemos el tema del
resentimiento. Sin embargo, permítasenos hacer algunos alcances al respecto.
Cuando alguien no cumple con lo que nos prometiera o se comporta con nosotros de una
manera que contraviene las que consideramos que son legítimas expectativas, muy
posiblemente nos sentiremos afectados por lo acontecido. Más todavía si, luego de lo
sucedido, la persona responsable no se hace cargo de las consecuencias de su actuar (o de
su omisión). Posiblemente, con toda legitimidad, sentiremos que hemos sido víctimas de una
injusticia. Y al pensar así, justificaremos nuestro resentimiento con el otro, sobre todo en la
medida en que nosotros nos hemos colocado del lado del bien y hemos puesto al otro del lado
del mal. Por lo tanto, consideramos que tenemos todo el derecho a estar resentidos.
De lo que posiblemente no nos percatemos, sin embargo, es que al caer en el
resentimiento, nos hemos puesto en una posición de dependencia con respecto a quien
hacemos responsable. Este puede perfectamente haberse desentendido de lo que hizo. Sin
embargo, nuestro resentimiento nos va a seguir atando, como esclavos, a ese otro. Nuestro
resentimiento va a carcomer nuestra paz, nuestro bienestar, va probablemente a terminar
tiñendo el conjunto de nuestra vida. El resentimiento nos hace esclavos de quien culpamos y,
por lo tanto, socava no sólo nuestra felicidad, sino también nuestra libertad como personas.
Nietzsche, ha sido el gran filósofo del tema del resentimiento. Cuando habla de él, lo
asocia con la imagen de la tarántula. El resentimiento, nos dice Nietzsche, es la emoción del
esclavo. Pero cuidado. No se trata de que los esclavos sean necesariamente personas
resentidas. Muchas veces no lo son, como nos lo demuestra el ejemplo de Epicteto. Se trata
de que quien vive en el resentimiento vive en esclavitud. Una esclavitud que podrá no ser
legal o política, pero que será, sin lugar a dudas, una esclavitud del alma.
Perdonar no es un acto de gracia para quien nos hizo daño, aunque pueda también serlo.
Perdonar es un acto declarativo de liberación personal. Al perdonar rompemos la cadena que
nos ata al victimario y que nos mantiene como víctimas. Al perdonar nos hacemos cargo de
nosotros mismos y resolvemos poner término a un proceso abierto que sigue reproduciendo
el daño que originalmente se nos hizo. Al perdonar reconocemos que no sólo el otro, sino
también nosotros mismos, somos ahora responsables de nuestro bienestar.
Cuando hablamos de perdonar, suele surgir también el tema del olvido. Hay quienes dicen
«Yo no quiero olvidar» o «Siento que tengo la obligación de no olvidar». Olvidar o no es algo
que no podemos resolver por medio de una declaración. De cierta forma, no depende
enteramente de nuestra voluntad. El perdón, sin embargo, es una acción que está en nuestras
manos.
El tercer acto declarativo asociado al perdón es, esta vez, no el decir «Perdón», ni
tampoco el perdonar a otros, sino perdonarse a sí mismo. En rigor, ésta es una modalidad del
acto de perdonar y, por lo tanto, lo que hemos dicho con respecto al perdonar a otros, vale
para el perdonarse a sí mismo. La diferencia esta vez es que asumimos tanto el papel de
víctima, como de victimario.
Una de las dificultades que encontramos en relación al perdón a sí mismo proviene de
sustentar una concepción metafísica sobre nosotros que supone que somos de una
determinada forma y que tal forma es permanente. Por lo tanto, si hicimos algo irreparable ello
habla de cómo somos y no podemos sino cargar con la culpa por el resto de nuestras vidas.
Esta interpretación no da lugar al reconocimiento de que en el pasado actuamos desde
condiciones diferentes de aquéllas en que nos encontramos en el presente. Sin que ello nos
permita eludir la responsabilidad por nuestras acciones y nos evite actuar para hacernos
cargo de lo que hicimos, tal postura no reconoce que el haber hecho lo que entonces hicimos
y el recriminarnos por las consecuencias de tales acciones, de por sí, nos transforma y aquél
que se recrimina suele ser ya alguien muy diferente de aquél que realizara aquello que
lamentamos.
El perdón a sí mismo tiene el mismo efecto liberador de que hablábamos anteriormente y
hacerlo es una manifestación de amor a sí mismo y a la propia vida.
La declaración de amor
La última declaración de la que queremos hablar en esta sección es aquella en la que un
individuo le dice a otro «Te amo» o «Te quiero». Sin entrar a examinar en esta ocasión lo que
es el amor desde un punto de vista lingüístico, es importante señalar que éste remite a un
vínculo particular, un tipo de relación, entre dos personas. Dada la ya aludida capacidad
recursiva del lenguaje podemos también hablar de amor a sí mismo, refiriéndonos preci-
samente al tipo de relación que mantenemos con nosotros mismos.
Un supuesto común es que el amor existe y que decir «Te amo» no hace más que
describir lo que está allí. Basados en tal supuesto, a veces escuchamos a quienes dicen
«¿Qué sentido tiene decirte que te quiero? Ello no cambia nada». Es posible que ello no
cambie la emoción que uno siente por el otro, pero decirlo o no decirlo no es indiferente a la
relación que construimos con el otro, particularmente cuando este otro es también un ser humano.
El declarar «Te amo» o «Te quiero» participa en la construcción de mí relación con el
otro y forma parte de la creación de un mundo compartido.
Es importante examinar nuestras relaciones personales fundadas en vínculos de afecto
—como lo son, por ejemplo, nuestra relación de pareja, con nuestros hijos, con nuestros
padres, con nuestros amigos, etcétera— y preguntarnos cuan a menudo solemos declararnos
mutuamente el afecto que nos tenemos. Preguntarnos también qué diferencia le significaría al
otro el escuchar esta declaración. Es importante no olvidar cómo el hablar — y, por lo tanto,
también el callar— genera nuestro mundo- Mientras escribo, recuerdo la película inglesa
«Remains of the Day», que viera unos días atrás. El tema central de la película es
precisamente la ausencia de la declaración de amor. En ella vemos lo que sucede con dos
personas que fueron incapaces de decirse el uno al otro «Te amo».
"Ontología del lenguaje", Rafael Echeverría
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