sábado, 25 de octubre de 2014

Sobre la cultura del porno en una sociedad de fantasía

La pornografía radica en la clandestinidad. Es un acercamiento violento a la carencia de intimidad, o no; un espectro visible, incluso, antes de comenzar una vida sexual. El término pornografía, por su raíz etimológica (pórnē, prostituta, y gráphein, grabar o ilustrar, más el sufijo ía, estado de, propiedad de, lugar de), se refiere a la ilustración de las prostitutas o, en general, de la prostitución. Son, entonces, imágenes explícitas del acto sexual que, desde hace varios años, le han dado forma a una de las industrias más prolíficas pero, también, con mayor impacto cultural.

La pornografía nació de la mano de la fotografía, fue con ésta con la que se pudieron ver las primeras imágenes de desnudos y sexo explícito. Desde entonces y ahora el tema de la pornografía está en el límite de entre quienes creen que resulta agresiva y ataca los valores de la propia mujer, protagonista por excelencia de las escenas porno, y de los que la consideran estandarte de la liberación.

La industria de la pornografía trae, innegablemente, consecuencias culturales. Su extensión y permanencia, gracias al Internet, han diversificado los productos que resultan en un irónico ensayo de la vacuidad que parece justificarse porque el “sexo es algo natural”. Numerosos debates se han construido alrededor del tema: ¿debe la pornografía delinear uno de los frentes de la cultura? o ¿ debe tomarse como un punto dentro de ésta que se mueve respecto al propio espacio-tiempo?

En el sentido más primario, la pornografía entrega historias de fantasía que incitan a la sexualidad. Pero de esta ficción se desprenden argumentos de incontables discusiones, principalmente, por cosificar a la mujer y asignarle la función de proveedora de la satisfacción carnal. Esto, quizá, como consecuencia del abuso en la representación del erotismo, sexualidad, placer o deseo a través de la figura femenina. Lo anterior, a su vez, se deja ver en la presencia, cada vez mayor, de niños hipersexuados en los productos de la cultura popular: videos, programas de televisión, revistas, música, entre otros, una extensión de la industria malentendida como cultura, pero que en definitiva delinea las conductas del grupo social que expone esto como una manifestación cultural.

El sexo vende, sin mencionar las revistas pornográficas que, de la mano de las empresas de medios digitales, representan uno de los mayores ingresos en esta industria. También está la postpornografía, la que recupera y analiza las imágenes pornográficas pero que un artista reconstruye, transforma y reconfigura para crear con ellas nuevos discursos.

Una de las consecuencias de la llamada cultura porno es la violencia como un “espectro permanente en los medios electrónicos”, así lo describe el escritor y periodista Naief Yehya en su más reciente libro Pornocultura: el espectro de la violencia sexualizada en los medios electrónicos, en éste propone una reflexión sobre la pornografía como objeto de un estudio crítico que ha dejado de causar miedo y se ha convertido en una suerte de figura de la que se desprenden los deseos de dominio, posesión y, por ende, maltrato. La violencia y la pornografía, señala, se trasminan una a otra. Por un lado hay imágenes sexuales de violencia extrema y, por otro, de violencia real que se inclinan hacia cierta sexualización.

Con lo anterior, entonces, se puede hablar de una pornificación de la cultura, en la que la pornografía, al parecer, deja de ser parte de la cultura por sí misma y toma su lugar haciendo suyas las manifestaciones que se gestan en el entorno, convirtiéndolas en fetiches de su campo.


culturacolectiva.com

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