miércoles, 12 de agosto de 2015

Algunas declaraciones fundamentales en la vida



La declaración del «No»

El decir «No» es una de las declaraciones más importantes que un individuo puede hacer.

A través de ella asienta tanto su autonomía como su legitimidad como persona y, por lo tanto,

es la declaración en la que, en mayor grado, comprometemos nuestra dignidad. En cuanto

individuos, tenemos, podemos arrogarnos el derecho de no aceptar el estado de cosas que

enfrentamos y las demandas que otros puedan hacernos. Este es un derecho inalienable que

nadie puede arrebatarnos. En muchas ocasiones, sin embargo, el precio de decir que no es

alto y depende nuevamente de cada uno pagarlo o no. Pero, aunque el precio sea alto, como

individuos podemos seguir ejerciendo nuestro poder de decir que no. Muchos de nuestros

héroes, muchos de nuestros santos, son personas a las que admiramos porque estuvieron

dispuestos a pagar con sus vidas el ejercicio de este derecho.

Existen dos importantes instituciones sociales que descansan en el reconocimiento social

del derecho de los individuos a decir que no: la democracia y el mercado. Ambas descansa en

el derecho del individuo a escoger y todo derecho a escoger se sustenta, en último término,

en el derecho a decir que no. Obviamente no se trata de las únicas instituciones sociales en

las que este derecho se manifiesta, ni se trata tampoco de sostener que no podamos

reconocerles limitaciones. Pero analizar esto nos sacaría del tema que estamos tratando.

Más allá de héroes y santos, de la democracia y el mercado, queremos destacar la

importancia de la declaración «No» en la vida cotidiana de cada persona. Cada vez que

consideremos que debemos decir «No» y no lo digamos, veremos nuestra dignidad

comprometida. Cada vez que digamos «No» y ello sea pasado por alto, consideraremos que

no fuimos respetados. Esta es una declaración que define el respeto que nos tenemos a

nosotros mismos y que nos tendrán los demás. Es una declaración que juega un papel

decisivo en el dar forma a nuestras relaciones de pareja, de amistad, de trabajo, a la relación

con nuestros hijos, etcétera. De acuerdo a cómo ejercitemos el derecho a la declaración de

«No», definimos una u otra forma de ser en la vida. Es más, definimos también una u otra

forma de vida.

La declaración de «No» puede adquirir formas distintas. No siempre ella se manifiesta

diciendo «No». A veces, por ejemplo, la reconocemos cuando alguien dice «Basta!», con lo

cual declara la disposición a no aceptar lo que se ha aceptado hasta entonces. Ella se refiere,

por lo tanto, a un proceso en el que hemos participado y al que resolvemos ponerle término.

También reconocemos el «No» cuando alguien dice «Esto no es aceptable para mí» y, al

hacerlo, le fija al otro un límite con respecto a lo que estamos dispuestos a permitirle.



La declaración de aceptación: el «Sí»

El «Sí» pareciera no ser tan poderoso como el «No». Después de todo la vida es un

espacio abierto al «Sí». Es, como dirían los especialistas en computación, la declaración que

opera «por omisión» (by default). Mientras no decimos que «No», normalmente se asume que

estamos en el «Sí».

Sin embargo, hay un aspecto extremadamente importante con respecto al «Sí» que vale

la pena destacar. Se refiere al compromiso que asumimos cuando hemos dicho «Sí» o su

equivalente «Acepto». Cuando ello sucede ponemos en juego el valor y respeto de nuestra

palabra. Dado que sostenemos que somos seres lingüísticos, seres que vivimos en el

lenguaje, se comprenderá la importancia que atribuimos al valor que otorguemos a nuestros

«Sí». Pocas cosas afectan más seriamente la identidad de una persona que el decir «Sí» y el

no actuar coherentemente con tal declaración. Un área en la que esto es decisivo es el

terreno de las promesas. Sobre ello hablaremos más adelante.



La declaración de ignorancia

Pareciera que decir «No sé» fuese una declaración sin mayor trascendencia. Alguien

podría incluso argumentar que no se trata de una declaración, sino de una afirmación y, en

algunos casos, efectivamente puede ser considerada como tal (cuando, por ejemplo, la

comunidad —cualquiera que ella sea— establece consensual-mente criterios que definen con

claridad para sus miembros quién sabe y quién no sabe). Ello, sin embargo, no siempre

acontece y, es más, en muchas ocasiones tampoco es posible alcanzar ese consenso.

La experiencia nos muestra cuántas veces solemos operar presumiendo que sabemos,

para luego descubrir cuan ignorantes realmente éramos. Uno de los problemas cruciales del

aprendizaje es que muy frecuentemente no sabemos que no sabemos. Y cuando ello

sucede, simplemente cerramos la posibilidad del aprendizaje y abordamos un terreno pleno

de posibilidades de aprender cosas nuevas, como si fuera un terreno ya conocido. Cualquier

cosa nueva que se nos dice, queda por lo tanto atrapada en lo ya conocido o en la

descalificación prematura. Cuantas veces nos hemos visto exclamando: «¡Sobre esto yo sé!»

o «Esto es el viejo cuento de...» para luego, mucho más tarde, comprobar que escuchábamos

presumiendo que sobre aquello sabíamos, y descubrir que nos habíamos cerrado a una

posibilidad de aprendizaje. Y hay quienes podrán morir sin que logremos convencerlos de que

no saben.

Declarar «No sé» es el primer eslabón del proceso de aprendizaje. Implica acceder aquel

umbral en el que, al menos, sé que no sé y, por lo tanto, me abro al aprendizaje. Habiendo

hecho esa primera declaración, puedo ahora declarar «Aprenderé» y, en consecuencia, crear

un espacio en el que me será posible expandir mis posibilidades de acción en la vida. Nuestra

capacidad de abrirnos tempranamente al aprendizaje, a través de la declaración «No sé»,

representa una de las fuerzas motrices más poderosas en el proceso de transformación

personal y de creación de quienes somos.



La declaración de gratitud

Cuando niños nos enseñan a decir «Gracias» y a menudo miramos a esa enseñanza

como un hábito de buena educación una formalidad que facilita la convivencia con los demás.

No siempre reconocemos todo lo que contiene esa pequeña declaración. Por supuesto,

podemos decir «Gracias» sin que ello signifique demasiado, aunque, insistimos, decirlo no es

nunca insignificante. Pero podemos mirar la declaración de «Gracias» como una oportunidad

de celebración de todo lo que la vida nos ha proveído y de reconocimiento a los demás por lo

que hacen por nosotros y lo que significan en nuestras vidas.

En este contexto, no podemos dejar de reconocer el poder generativo de la acción que

ejecutamos al decir «Gracias». Cuando alguien cumple a plena satisfacción con aquello a que

se ha comprometido con nosotros y le decimos «Gracias», con ello no estamos sólo

registrando tal cumplimiento, estamos también construyendo nuestra relación con dicha

persona. No hacerlo puede socavar dicha relación. No importa el tipo de relación de que se

trate, sea ésta sentimental, de amistad o de trabajo, agradecer a quien cumple con nosotros o

a quien hace suya nuestras inquietudes y actúa en consecuencia, nos permite hacernos cargo

del otro y dirigirnos a su propia inquietud de ser reconocido en lo que hace y de recibir nuestro

aprecio por la atención de que fuimos beneficiados. Por no agradecer, podemos generar

resentimiento y quien se esmeró en servirnos, en estar cerca nuestro, termina diciendo «Y no

dijo ni gracias». Es muy posible que en el futuro no volvamos a contar, si puede evitarlo, con

su ayuda.

Pero no sólo las personas, la vida misma es motivo de gratitud y celebración por todo lo

que nos provee. Decirle «Gracias a la vida», como lo hace, por ejemplo, la bella canción de

Violeta Parra, es un acto fundamental de regeneración de sentido, de reconciliación con

nuestra existencia, pasado, presente y futuro. No nos puede extrañar, por lo tanto, que

algunas sociedades tengan como una de sus principales actividades la celebración de un día

de acción de gracias. Al declarar nuestra gratitud, no sólo asumimos una postura «frente» a

los otros y «frente» a la vida. Al hacerlo, participamos en la generación de nuestras relaciones

con ellos y en la de la propia construcción de nuestra vida.



La declaración del perdón


Bajo este acápite incluimos tres actos declarativos diferentes, todos ellos asociados al

fenómeno del perdón. Así como destacábamos previamente la importancia de la declaración

de gracias, debemos ahora examinar su reverso. Cuando no cumplimos con aquello a que

nos hemos comprometido o cuando nuestras acciones, sin que nos lo propusiéramos, hacen

daño a otros, nos cabe asumir responsabilidad por ello. La forma como normalmente lo

hacemos es diciendo «Perdón». Esta es una declaración.

En español, sin embargo, el acto declarativo del perdón solemos expresarlo

frecuentemente en forma de petición. Decimos «Te pido perdón» o «Te pido disculpas». Con

ello hacemos depender la declaración «Perdón» que hace quien asume responsabilidad por

aquellas acciones que lesionaron al otro, del acto declarativo que hace el lesionado al decir

«Te perdono». Ambos actos son extraordinariamente importantes y nos parece necesario no

subsumir el primero en el segundo.

Lo importante de mantenerlos separados es que nos permite reconocer la eficacia del

decir «Perdón» con independencia de la respuesta que se obtenga del otro. En otras

palabras, lo que estamos señalando es que la responsabilidad que nos cabe sobre nuestras

propias acciones no la podemos hacer depender de las acciones de otros. El perdón del otro

no nos exime de nuestra responsabilidad. El haber dicho «Perdón», aunque el otro no nos

perdonara, tiene de por sí una importancia mayor y el mundo que construimos es distinto

—independientemente del decir del otro— según lo hayamos o no declarado. Obviamente, en

muchas oportunidades el declarar «Perdón» puede ser insuficiente como forma de hacernos

responsables de las consecuencias de nuestras acciones. Muchas veces, además del

perdón, tenemos que asumir responsabilidad en reparar el daño hecho o en compensar al

otro. Pero ello no disminuye la importancia de la declaración del perdón.

El segundo acto declarativo asociado con el perdón es, como lo anticipáramos, «Te

perdono», «Los perdono» o simplemente «Perdono». Este acto es obviamente muy diferente

del decir «Perdón». A él vamos a referirnos también cuando abordemos el tema del

resentimiento. Sin embargo, permítasenos hacer algunos alcances al respecto.

Cuando alguien no cumple con lo que nos prometiera o se comporta con nosotros de una

manera que contraviene las que consideramos que son legítimas expectativas, muy

posiblemente nos sentiremos afectados por lo acontecido. Más todavía si, luego de lo

sucedido, la persona responsable no se hace cargo de las consecuencias de su actuar (o de

su omisión). Posiblemente, con toda legitimidad, sentiremos que hemos sido víctimas de una

injusticia. Y al pensar así, justificaremos nuestro resentimiento con el otro, sobre todo en la

medida en que nosotros nos hemos colocado del lado del bien y hemos puesto al otro del lado

del mal. Por lo tanto, consideramos que tenemos todo el derecho a estar resentidos.

De lo que posiblemente no nos percatemos, sin embargo, es que al caer en el

resentimiento, nos hemos puesto en una posición de dependencia con respecto a quien

hacemos responsable. Este puede perfectamente haberse desentendido de lo que hizo. Sin

embargo, nuestro resentimiento nos va a seguir atando, como esclavos, a ese otro. Nuestro

resentimiento va a carcomer nuestra paz, nuestro bienestar, va probablemente a terminar

tiñendo el conjunto de nuestra vida. El resentimiento nos hace esclavos de quien culpamos y,

por lo tanto, socava no sólo nuestra felicidad, sino también nuestra libertad como personas.

Nietzsche, ha sido el gran filósofo del tema del resentimiento. Cuando habla de él, lo

asocia con la imagen de la tarántula. El resentimiento, nos dice Nietzsche, es la emoción del

esclavo. Pero cuidado. No se trata de que los esclavos sean necesariamente personas

resentidas. Muchas veces no lo son, como nos lo demuestra el ejemplo de Epicteto. Se trata

de que quien vive en el resentimiento vive en esclavitud. Una esclavitud que podrá no ser

legal o política, pero que será, sin lugar a dudas, una esclavitud del alma.

Perdonar no es un acto de gracia para quien nos hizo daño, aunque pueda también serlo.

Perdonar es un acto declarativo de liberación personal. Al perdonar rompemos la cadena que

nos ata al victimario y que nos mantiene como víctimas. Al perdonar nos hacemos cargo de

nosotros mismos y resolvemos poner término a un proceso abierto que sigue reproduciendo

el daño que originalmente se nos hizo. Al perdonar reconocemos que no sólo el otro, sino

también nosotros mismos, somos ahora responsables de nuestro bienestar.

Cuando hablamos de perdonar, suele surgir también el tema del olvido. Hay quienes dicen

«Yo no quiero olvidar» o «Siento que tengo la obligación de no olvidar». Olvidar o no es algo

que no podemos resolver por medio de una declaración. De cierta forma, no depende

enteramente de nuestra voluntad. El perdón, sin embargo, es una acción que está en nuestras

manos.

El tercer acto declarativo asociado al perdón es, esta vez, no el decir «Perdón», ni

tampoco el perdonar a otros, sino perdonarse a sí mismo. En rigor, ésta es una modalidad del

acto de perdonar y, por lo tanto, lo que hemos dicho con respecto al perdonar a otros, vale

para el perdonarse a sí mismo. La diferencia esta vez es que asumimos tanto el papel de

víctima, como de victimario.

Una de las dificultades que encontramos en relación al perdón a sí mismo proviene de

sustentar una concepción metafísica sobre nosotros que supone que somos de una

determinada forma y que tal forma es permanente. Por lo tanto, si hicimos algo irreparable ello

habla de cómo somos y no podemos sino cargar con la culpa por el resto de nuestras vidas.

Esta interpretación no da lugar al reconocimiento de que en el pasado actuamos desde

condiciones diferentes de aquéllas en que nos encontramos en el presente. Sin que ello nos

permita eludir la responsabilidad por nuestras acciones y nos evite actuar para hacernos

cargo de lo que hicimos, tal postura no reconoce que el haber hecho lo que entonces hicimos

y el recriminarnos por las consecuencias de tales acciones, de por sí, nos transforma y aquél

que se recrimina suele ser ya alguien muy diferente de aquél que realizara aquello que

lamentamos.

El perdón a sí mismo tiene el mismo efecto liberador de que hablábamos anteriormente y

hacerlo es una manifestación de amor a sí mismo y a la propia vida.



La declaración de amor


La última declaración de la que queremos hablar en esta sección es aquella en la que un

individuo le dice a otro «Te amo» o «Te quiero». Sin entrar a examinar en esta ocasión lo que

es el amor desde un punto de vista lingüístico, es importante señalar que éste remite a un

vínculo particular, un tipo de relación, entre dos personas. Dada la ya aludida capacidad

recursiva del lenguaje podemos también hablar de amor a sí mismo, refiriéndonos preci-
samente al tipo de relación que mantenemos con nosotros mismos.

Un supuesto común es que el amor existe y que decir «Te amo» no hace más que

describir lo que está allí. Basados en tal supuesto, a veces escuchamos a quienes dicen

«¿Qué sentido tiene decirte que te quiero? Ello no cambia nada». Es posible que ello no

cambie la emoción que uno siente por el otro, pero decirlo o no decirlo no es indiferente a la

relación que construimos con el otro, particularmente cuando este otro es también un ser humano.

El declarar «Te amo» o «Te quiero» participa en la construcción de mí relación con el

otro y forma parte de la creación de un mundo compartido.

Es importante examinar nuestras relaciones personales fundadas en vínculos de afecto

—como lo son, por ejemplo, nuestra relación de pareja, con nuestros hijos, con nuestros

padres, con nuestros amigos, etcétera— y preguntarnos cuan a menudo solemos declararnos

mutuamente el afecto que nos tenemos. Preguntarnos también qué diferencia le significaría al

otro el escuchar esta declaración. Es importante no olvidar cómo el hablar — y, por lo tanto,

también el callar— genera nuestro mundo- Mientras escribo, recuerdo la película inglesa

«Remains of the Day», que viera unos días atrás. El tema central de la película es

precisamente la ausencia de la declaración de amor. En ella vemos lo que sucede con dos

personas que fueron incapaces de decirse el uno al otro «Te amo».



"Ontología del lenguaje", Rafael Echeverría

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