jueves, 13 de agosto de 2015

La facticidad del poder

A partir de lo ya señalado queda de manifiesto cuan absurdo resulta el adoptar una

posición contraria al poder. Particularmente, luego que aceptamos que el poder no es una

sustancia que este allí afuera y sobre la cual sea pertinente tomar una posición a favor o en

contra. Una vez que reconocemos al poder como un juicio sobre la capacidad de generar

acción y una vez que reconocemos que los individuos y agrupaciones de individuos tienen y

tendrán inevitablemente capacidades diferentes de generar acciones, descubrimos que

oponerse al poder no solo es inconducente, pues este será un juicio que seguiremos

haciendo, sino que es también autolimitante.

Oponerse al poder, como tal, nos conduce al camino de la impotencia. Impotente es quien

no tiene poder. Es alguien que padece la vida, sin lograr o querer intervenir en ella. Y al no

intervenir hace de los demás los amos de su propia existencia. El impotente vive en la

resignación desde la cual nada es posible, ninguna acción hace sentido. El impotente es caldo

de cultivo para el resentimiento, pues su inacción no podrá detener la acción de los demás ni

los efectos de esta sobre si mismos. A menudo, sin embargo, quienes sostienen oponerse al

poder, no están precisamente optando por la impotencia, sino que están manifestando que

resienten un poder que no saben como contrarrestar.

El poder es una facticidad de la vida. No hay ser humano que pueda prescindir de el.

Oponerse al poder es estar desde ya al interior de los juegos de poder. Y si bien podemos

legítimamente cuestionar y oponernos a la forma como el poder se juega socialmente o los

fundamentos sociales que les confieren poder a unos y se lo restringen a otros, no por ello

podemos sustraernos a ser participes del juego de poder que es la vida.

La forma mas adecuada de oponernos a formas de poder que rechazamos, es

precisamente jugando al poder. El poder resulta de la capacidad de acción de los seres

humanos y del hecho de que esta capacidad de acción no es ni podrá ser igual para todos

pues, como individuos, somos y seremos diferentes. La distribución desigual del poder es una

facticidad de la convivencia social.

Una forma frecuente de oponernos a la facticidad del poder es reivindicando el ideal de la

igualdad. En la medida en que el juicio de poder es siempre un juicio de desigualdad, de

capacidad diferencial de generar acción, toda forma de poder, vista desde el ideal de la

igualdad, es siempre sospechosa. Lo importante a este respecto es examinar de qué igualdad

estamos hablando. La historia, en la medida que acrecienta el proceso de individuación de los

seres humanos, nos hace cada vez más diferentes y más autónomos. Nunca fuimos iguales y

cada vez lo somos menos.

La única igualdad que resulta coherente dentro de este proceso de individuación histórica

es aquella que garantiza a todos, condiciones básicas para participar en los juegos sociales

de poder. Es la igualdad de oportunidades para participar en tales juegos. Es aquella que

cuestiona, desde bases éticas, que los juegos de poder de algunos, les nieguen la

participación a otros. Pero se trata de una participación cuyo sentido no es el ser iguales, sino

la expansión de las diferentes posibilidades individuales.

Michel Foucault ha sido uno de los pensadores contemporáneos más importantes que nos

ha mostrado como el poder permea, sin excepción, el conjunto de la vida social. Su gran

contribución ha sido precisamente la de revelar como el poder esta presente en toda

institución, en todo discurso, en toda relación social. Su gran debilidad, sin embargo, es que lo

hace desde la denuncia, sin lograr aceptar la facticidad del poder. Cada vez que su dedo

muestra el poder, uno escucha una acusación. Foucault resiente el poder.

No estamos sosteniendo que toda forma de poder sea, desde un punto de vista ético,

aceptable. Pero no basta exhibir la presencia de poder para que ello, por si mismo, sea

suficiente para impugnarlo. La posición de Foucault se sustenta en un ideal anárquico de la

vida social (la idea de que es posible una convivencia social sin poder) y desde una ética

consecuente que hace del poder un elemento pecaminoso. Para Foucault lo aceptable, lo que

garantiza paz social, es la ausencia de poder.

Diferimos con Foucault. Para nosotros la aceptación y la paz se oponen al resentimiento

que surge desde la impotencia y son aliadas de la superación de la resignación que niega la

posibilidad de acción. Por lo tanto, aceptación y paz se identifican con el compromiso de

expandir lo posible e incrementar el poder. Ellas requieren complementarse con la ambición,

con lo que Nietzsche llama «la voluntad de poder». Así como Heráclito postula que «el

descanso se alcanza en el cambio», de la misma forma sostenemos que la paz se obtiene en

la acción y en la expansión de nuestras posibilidades en la vida.


"Ontología del lenguaje". Rafael Echeverría

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